Si tuviera que seleccionar una lista de lecturas veraniegas sobre temas de salud, el libro How Doctors Think (Cómo piensan los doctores), de Jerome Groopman, estaría en cabeza. Groopman, oncólogo, profesor de medicina en la Universidad de Harvard y colaborador de la revista New Yorker, ha escrito un atractivo libro sobre cómo hacen los diagnósticos los médicos que salvan vidas o, a veces, las ponen en peligro.
Groopman combina historias reales de pacientes con investigaciones académicas para ilustrar el hecho inquietante de que los médicos equivocan el diagnóstico en alrededor del 15% de los casos. Estos “errores cognitivos”, cómo el los llama, no incluyen las equivocaciones técnicas –como operar la parte incorrecta del cuerpo-, sino que se derivan de la práctica médica. La crítica de Groopman se ceba en la medicina “pintada de números”: algoritmos desarrollados por aseguradoras y estadísticos que crean “árboles de decisión” para que los médicos atiendan a sus pacientes. Esta estrategia de “encaje la pieza A en la ranura B” promueve la eficiencia y el control de costes por encima de la creatividad y el pensamiento independiente. Los mejores médicos se rebelan contra estas decisiones automatizadas y procuran dar una atención personal a cada paciente, incluso si solo disponen de 15 minutos.
El libro comienza con un ejemplo sintomático de mal diagnóstico: la historia de Ann Dodge, una mujer que fue literalmente consumiéndose a pesar de ingerir las 3.000 calorías al día que le había prescrito un médico. Cuando tenía poco más de 20 años, Dodge empezó a padecer nauseas, dolor de estómago y vómitos después de las comidas. Inicialmente su médico de cabecera le recetó antiácidos. Como la situación persistía se la envió a un psiquiatra, que diagnosticó anorexia. En los siguientes 15 años, treinta médicos trataron a Dodge, concluyendo finalmente que sufría de síndrome de intestino irritable. Le aconsejaron que comiera cantidades masivas de cereales y pastas, pero en lugar de encontrarse mejor, ella rápidamente perdió peso y desarrolló osteoporosis grave.
Ante la insistencia de su novio, Dodge acudió al gastroenterólogo Myron Falchuk. Falchuk heredó el copioso historial médico de Dodge, que atribuía su enfermedad a su frágil estado mental. Falchuk, escribe Groopman, “leyó en el relato del caso Dodge el mensaje implícito de que su papel era examinar el abdomen de Anne… y confirmar su síndrome de intestino irritable…y que debería ser tratada como el internista le había recomendado: con una dieta apropiada y tranquilizantes”. En lugar de eso, Falchuk hizo algo extraordinario: puso a un lado la abultada colección de registros médicos y pidió a Dodge que le contara la historia desde el comienzo. Después de una larga entrevista y un examen físico, Flachuk ordenó varias pruebas que confirmaron su diagnóstico: enfermedad celiaca. En otras palabras la dieta enriquecida de carbohidratos la estaba matando.
¿Por qué tuvo éxito Falchuk cuando muchos otros habían fracasado? Falchuk cita a William Osler, uno de los fundadores de la Escuela Médica Johns Hopkins: “Si tú escuchas al paciente, el te está diciendo el diagnóstico”. Según Groopman, la excesiva confianza de los médicos en la tecnología “nos ha alejado de la historia del paciente…Y una vez que te apartas del paciente no estás siendo verdaderamente un médico”.
Groopman identifica otros obstáculos para un diagnóstico adecuado, incluyendo la simpatía excesiva por el paciente (y por tanto la resistencia humana a encontrar un mal resultado) y una preferencia por la corriente gestalt (juicios instantáneos basados en primeras impresiones). Groopman ha visto que los mejores médicos escuchan atentamente a los pacientes y constantemente intentan aprender de los errores.
Pero escuchar a los pacientes y hacer un análisis concienzudo de sus síntomas lleva tiempo. Groopman compara la medicina moderna a ir en un tren desde el que se ven imágenes borrosas de los rostros que se van dejando atrás. Los médicos de hoy, tan ocupados, solo pueden gastar unos pocos minutos en cada paciente, durante los que deben distinguir lo anodino de los peligroso, una irritación de garganta de un cáncer de garganta. Groopman culpa de este estado de cosas a las fuerzas del mercado, pero pasa por alto el hecho de que la atención sanitaria está duramente regulada y no ha evolucionado para reflejar las realidades del mercado. Si se inyectara más competencia en el sistema quizá se reconduciría la rutina de los cuidados sanitarios a unos entornos de más bajos costes. Esto frenaría la velocidad del tren.
Clayton Christensen, un profesor de la Escuela de Negocios de Harvard, denomina a esta evolución del mercado “innovación disruptiva”, refiriéndose a “la tecnología que trae un producto o servicio mucho más asequible y simple de usar”. Hoy, compañías como RediClinic y Minute Clinic ejemplifican esta innovación disruptiva. Ambas proporcionan cuidados clínicos convenientes llevados por enfermeras que ofrecen tratamientos rutinarios para las infecciones de oídos o de garganta y problemas parecidos de poca entidad. Más innovaciones disruptivas parecidas surgirán en los próximos años si los reguladores no se interponen. Por supuesto que la atención sanitaria nunca quedará enteramente en manos del mercado: siempre habrá un amplio campo para la filantropía y los subsidios estatales. Pero cuanta más competencia e innovación, más tiempo podrán dedicar los médicos a encontrar el diagnóstico correcto la primera vez.
Paul Howard, del Centro para el Progreso Médico del Instituto Manhattan. Nueva York.