Anticipo, antes de que se me tache de iluso por plantear hipotéticas comparaciones entre la cercana realidad y la ficción elucubrada, que la pregunta es retórica, porque resulta obvio que el personaje televisivo solo es fruto de la chispeante imaginación de los guionistas de la serie de éxito House, y que, por tanto, no existen trazos biográficos en el histriónico doctor que hayan sido tomados de cualquier médico en ejercicio, por mucho que le medicina privada americana pueda propiciar –y sobre todo tolerar- la existencia de un genio del diagnóstico, sin bata blanca y con un caústico sentido del humor del que son víctimas propiciatorias sus discípulos y, es espacial, los propios pacientes, que le perdonan las ocurrentes chanzas porque al final encuentra la causa de sus padecimientos. La curación, que se paga a cualquier precio, en un determinado contexto puede justificar los heterodoxos métodos empleados.
Pero no es tanto el carácter estrambótico o sus forzados tics, exagerados hasta convertirlos en una extraña combinación de médico-enfermo genial y asocial, lo que suscita el planteamiento del inicio, sino el tipo de asistencia sanitaria que la serie nos presenta. El escenario en que se desenvuelve la mayoría de las secuencias son las pulcras y lujosas estancias de un hospital moderno, dispuestos en ordenados despachos dotados de la última tecnología, habitaciones individuales con aparentes comodidades para los pacientes y sus acompañantes, además de unas salas de diagnóstico que parecen de ciencia-ficción. Aún más llama la atención el pausado devenir del elenco de galenos por todos estos lugares y por los pasillos que los comunican, cuyo ritmo solo se acelera cuando el doctor House trona o el paciente se queja. Ni que decir tiene que en esos casos no uno sino varios son los médicos que acuden prestos y veloces.
Nada que ver con el frenesí aparentemente caótico de pacientes quejosos y doctores estresados por las atiborradas salas que vemos en la serie, otrora también de éxito, Urgencias, cuyos protagonistas intentan salir indemnes de las jornadas maratonianas de trabajo en un hospital que viene a reflejar la cara menos vista de la mitificada sanidad americana. Tampoco con esa secuela española, de peor factura pero tanto o más seguimiento por la audiencia, que es la serie Hospital Central, cuyo servicio de urgencias puede parecerse más a lo que estamos acostumbrados a ver en nuestro país, pero con unos personajes que no encajan ni por asomo en el molde del facultativo español, al mixturar el rol del médico de urgencias con el resto de los especialistas, resultando una especie de galeno todoterreno que tanto opera una fractura como diagnostica un linfoma o extrae un hematoma del cerebro.
La comparación inicial se traslada pues a ese escenario que trasciende las peculiaridades de cada profesional y alcanza al modelo de asistencia sanitaria –predominantemente público- que tenemos en nuestro país, y que con su burocracia y servidumbres presupuestarias y organizativas condiciona definitivamente el perfil de facultativo medio español. Es obvio que hoy nadie imagina a su médico balanceándose en el sillón y jugando con una pelotita, al más puro estilo House, mientras atina con el diagnóstico correcto. Tampoco forman parte de la rutina diaria esas sesudas reuniones de mentes pensantes frente a una pizarra en blanco haciendo terapia de grupo para discutir el diagnóstico diferencial. No existe aquí, salvo raras excepciones, ese concepto de equipos multidisciplinares en torno a una autoridad –el jefe de servicio- que como un moderno Sócrates ayuda a sus pupilos a alumbrar la verdad.
La realidad es bien distinta y se halla supeditada a las disfunciones de un sistema sanitario calificado –comparativamente respecto a otros países- como bueno, y que de la misma forma es percibido por los usuarios según el común de las encuestas (para poder decir si es bueno o malo el encuestado debería conocer otros modelos de asistencia). Pero es la masificación de los hospitales y las consultas ambulatorias la que propicia, por un lado, una elevada presión asistencias y, por otro, una prolongada y apremiante lista de espera, lo que impide a los facultativos un ejercicio más reflexivo de su actuación profesional, incluso un trato más directo con los pacientes. Tampoco es proclive nuestro sistema asistencial para cohonestar una medicina en equipo con la existencia de un médico responsable del paciente, precisamente porque la precariedad de las plantillas obliga a los servicios a redistribuir los escasos efectivos de que disponen para tender a los pacientes de una forma que al final resulta impersonal y discontinua.
Digamos que el sistema sanitario público se mantiene en gran parte gracias a la capacidad de unos médicos interesados en realizar una medicina moderna y acorde con el estados de la ciencia, pero atrapados entre las exigencias de una administración sanitaria que pretende que sean más eficientes y a los que llega a controlar las pruebas o medicamentos –por caros- que puedan prescribir, y las querencias de unos pacientes cada vez más informados, incluso organizados, que, aún reconociendo su esfuerzo, les piden que sean más eficaces, recurriendo para ello a todo el arsenal terapéutico a su alcance. Este entramado de intereses contrapuestos se adereza con unas largas jornadas de trabajo sin parangón en la función pública, unas retribuciones bajas en comparación con sus colegas europeos y, sobre todo, una absoluta carencia de facilidades para desarrollarse y formarse a través de la investigación clínica.
El anterior razonamiento, lejos de parecer especulativo, queda respaldado tanto por la imagen percibida por el usuario si nos atenemos a la última encuesta CIS y a un reciente estudio elaborado por el Foro de Pacientes, como por las sensaciones de los propios profesionales expresadas en la encuesta patrocinada por el Consejo Gallego de Médicos. Así, mientras que esta profesión es considerada como la segunda mejor valorada socialmente, por detrás de la de juez, estando un 79% de los pacientes muy o bastante satisfecho con sui labor, ese apoyo lejos de reforzar su autoestima se traduce en que el 75% de los médicos se considere poco valorado por la administración sanitaria, incluso un 48% manifieste estar “quemado”, aludiendo como causas a la sobrecarga asistencial (81,3%) y a la falta de tiempo en consulta (60,8%), hasta el punto de que un 25% confiesa que no volvería a escoger el mismo destino profesional.
Existe, por tanto, una insatisfacción colectiva subyacente que queda disimulada por el componente vocacional que todavía persiste en estos profesionales que por término medio dedican 10 años de estudio y práctica tutelada para obtener el título de especialista, obligados luego a una continua formación. La falta de reconocimiento por parte de las instituciones sanitarias, unido a las escasas posibilidades de ascenso, incluso de movilidad, se compensa con un permanente compromiso con el paciente o con el ejercicio privado de la medicina, que actúa como válvula de escape. Con esa tesitura el riesgo de un desencuentro con el sistema público de salud es harto peligroso al propiciar el escepticismo de sus profesionales más cualificados. Quizás, como ocurre con el doctor House, la solución pase por darles un mayor protagonismo en tiempos en los que el profesionalismo, laminado por la burocracia, resulta ser un bien escaso.
EUGENIO MOURE
www.elpais.com, 2007