MI VIAJE (IMAGINARIO) A HONOLULU

Inicio/Opinión/Viajes/MI VIAJE (IMAGINARIO) A HONOLULU

MI VIAJE (IMAGINARIO) A HONOLULU

“Cuando los hombres buscan la diversidad viajan” (Wenceslao Fernández Flórez)

    El viaje en coche al aeropuerto de Vigo dura menos de una hora. Las noticias en la radio confirman la muerte del dictador de Libia y que ETA cesa definitivamente la lucha armada, pero con condiciones. El gran parking del aeropuerto de Vigo, aún no  acabado del  todo, ya está funcionando como si lo estuviese. La duración del vuelo en avión a Madrid es de una hora. El avión aterriza a las 11.20 horas de la noche del viernes 21 de octubre. Ya es tarde para irme a dormir a un hotel, porque el vuelo para Londres sale a las 7.05 de Barajas. Decido, mejor dicho, ya lo había decidido antes, quedarme en el aeropuerto, como en otros viajes anteriores, el último a Vancouver, para asistir a la reunión anual del Colegio Americano de Tórax en Honolulu.
El aeropuerto de Madrid, en el área previa a las instalaciones situadas después del  embarque, no dispone de bancos cómodos para dormir, o al menos descansar, satisfactoriamente. Busco alguno, pero están todos ocupados por personas con maletas que al parecer han decidido hacer lo mismo que yo. En una esquina hay cuatro o cinco personas acostadas en el suelo y tapadas con mantas. Me entero después que son personas sin techo que duermen en Barajas porque el aeropuerto es más seguro y hace más calor que en las calles de Madrid. En una cafetería, con el mostrador de servicio ya cerrado, hay personas sentadas en las mesas, hablando, con algunas bebidas vacías, ya consumidas, otras escuchan música de sus mp3 con auriculares y una señora joven está viendo una película en su ordenador portátil. Me acuesto en un banco alargado de una de las mesas de aquel café con la intención de dormir. Minutos después una señora nos dice a todos los “ocupas” que nos vayamos de allí porque tiene que hacer la limpieza. Alguien le pregunta si puede volver después de que haya finalizado el aseo de la cafetería y ella responde que cuando termine su trabajo, por su parte, no hay inconveniente que utilicemos las sillas de la cafetería, creo que llamada Medas.
Me levanto y camino con la maleta, el trolley de ruedas y el maletín, hasta un banco con cuatro asientos, donde un joven, con ojos de excéntrico, se levanta cada poco para alejarse, dejando allí, en el asiento, sin vigilancia, una bolsa y una mochila. Tal vez piense que mi cara le ofrece confianza, pero creo que ya antes de llegar yo allí hacía lo mismo. Una de las veces que regresa lo hace fumando un pitillo. En todo el aeropuerto está prohibido fumar cigarrillos, pero su aspecto me dice que no le gusta respetar las normas. Me voy de allí y me siento en otro banco, donde está una pareja, hombre y mujer, de jóvenes franceses que me ofrecen mayor confianza. Consigo dormir a ratos, en posiciones diferentes, todas incómodas, hasta las cinco de la madrugada.
Facturo mi maleta hasta el lugar de destino. El embarque en Madrid con destino a Londres es rápido. En el avión de British Airways sirven un desayuno frugal, pero mejor que el de años anteriores. La tripulación y el comandante no saludan ni hablan con los pasajeros, la mayor parte españoles, en su idioma, sino en el de ellos, el inglés. No me parece una medida acertadas para la buena gestión económica de esta empresa. Siempre me dio, y sigue dándome, la impresión que los ingleses no tienen un buen concepto de los españoles. En los aviones españoles el comandante se dirige a los pasajeros en los dos idiomas, español e inglés, posiblemente de forma obligada por leyes internacionales de aviación, y el comandante de este vuelo, que transporta más de la mitad de viajeros de habla española, lo hace solo en inglés. Las azafatas españolas hablan todas inglés y cuando algún pasajero británico se dirige a ellas le contestan en su idioma. Las de British Airways no nos hablan en español, solo en inglés.
En Londres el desembarque se hace en autobús. El año pasado tampoco desembarcamos directamente en la terminal. Veo Ferrovial en todos los carteles o paneles de las obras que se están realizando y me alegro de que sea una empresa española la que se haya hecho cargo de la gestión de Heathrow; seguramente los ingleses no opinarán lo mismo. El autobús, conducido por un hombre de raza india, nos deja en la zona de conexión de vuelos, recogida de equipajes y salida.
Vuelvo a pasar otro control de seguridad, más riguroso que el de Barajas. Todavía no está asignada la puerta de embarque de Londres a Los Ángeles. Paseo por la zona de tiendas, algunas muy afamadas y con artículos de lujo. Cada vez me gusta más este aeropuerto. La gente se apelotona –sentados y acostados-, en los múltiples bancos, pegados unos a otros, en el centro del área comercial. En ellos se pueden ver pakistaníes, indios, americanos –algunos con el sombrero tejano-, españoles…, y un numeroso grupo de jóvenes estudiantes irlandeses con sudaderas negras en las que se puede leer New York 2011. Las tiendas de Cartier, Chanel, Tiffany, Bulgari, Hermès, Harrods, y las de libros y revistas, gafas, equipajes de viaje, etcétera, invitan  a entrar. Aquí la crisis no se nota. Un señor mayor indio, bien vestido, de aspecto adinerado, se está probando una corbata y un cinturón de color beis en Bulgari. Me voy a Starbucks, y tomo un café con leche después de esperar en una enorme cola, en la que un dependiente indio se acerca para preguntarme lo que deseo tomar y me da un ticket pequeño de papel con la abreviatura del coffee late medium, que he pedido, para que lo entregue al llegar al mostrador. Me imagino que lo hacen para evitar que, en este cosmopolita y multirracial aeropuerto, los problemas de muchas personas con el inglés, no entorpezcan la rapidez del servicio y por tanto del negocio al llegar al mostrador. Mientras espero, pienso cuanto tiempo tardaremos en España en copiar, como hemos copiado tantas otras cosas, el tomarnos el café tan rico de Starbucks fuera de la cafetería, caminando por la calle, como hacen los americanos (para no perder el tiempo) desde hace años.
La puerta de embarque por fin está asignada. La cola para realizar las gestiones antes del embarque va muy lenta. Un empleado de aspecto pakistaní mueve la cabeza continuamente, contrariado. Como está llegando la hora del embarque, American Airlines decide poner mesas pequeñas móviles, con ordenadores portátiles, para agilizarlo. Al llegar mi turno un hombre indio o pakistaní me hace las preguntas de siempre: cuantas maletas he facturado, si he sido yo quién hizo la maleta o ha sido otra persona, si he vuelto a abrirla desde que salí de mi casa y si alguien estaba en ese momento conmigo, si llevo dentro aparatos electrónicos… Me imagino que todo el mundo le contesta lo mismo. “He hecho yo solo mi maleta, nadie me ha ayudado, no la he vuelto a abrir después de salir de casa, los aparatos electrónicos los llevo conmigo en la mochila o bolso de mano”. Por último me pregunta en que hotel me hospedaré en Honolulu y cuál es el motivo de mi viaje, negocios o placer. En el siguiente control un hombre indio comprueba mi tarjeta de embarque y la legalidad de mi pasaporte. Antes de entrar a la sala de embarque una mujer asiática comprueba una vez más que la tarjeta de embarque está OK. ¡Por fin!
Les seguiré contando en detalle este interesante viaje de trabajo y placer, work and enjoyment, como dicen ellos, por si en el invierno, la mejor época, deciden pasar unos días allí, en la isla de Ohau, en Hawai. Estoy casi seguro que está de acuerdo, como yo, con lo que decía Sir Francis Bacon, filósofo y estadista británico: “los viajes son en la juventud una parte de la educación y, en la vejez, una parte de experiencia”.

“Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos” (Fernando Pessoa)

Les decía hace poco que estaba embarcando en el aeropuerto de Londres, en un vuelo de American Airlines, con destino a Los Ángeles. Ya en el Boeing 747 abro uno de mis libros -siempre llevo varios, y también artículos de revistas médicas pendientes de leer-, “Confesiones de un médico” de Alfred I. Tauber, que espero leer completo, entre el viaje de ida y vuelta, si el libro se lo merece. Nunca fui capaz hasta ahora de leer todo lo que llevo en estos largos viajes, no porque vea las películas que se proyectan en los aviones, sino porque cargo excesivas tareas y también necesito dormir. La duración del vuelo a Los Ángeles será de 11 horas.
El avión es enorme, con nueve asientos en cada fila, cinco centrales y dos a los lados. Los asistentes de vuelo o azafatas son mujeres y hombres de edad. Ya no es aquello de hace años, cuando las azafatas eran todas mujeres, habitualmente jóvenes y bien parecidas que, según opinión de las personas (hombres) que vuelan mucho, hacían los viajes en avión más agradables. Recuerdo hace años que un amigo, bien parecido, después de haber viajado en Aviaco de Barcelona a Vigo, con tres azafatas guapísimas y amabilísimas, llegó a creer que las tres se habían enamorado de él, o él de ellas. Hoy, las azafatas de estas características, suelen atender a los pasajeros de primera.
La azafata sobrecargo de vuelo ha dado orden de apagar los teléfonos móviles. Un señor alemán de mediana edad que está en la el asiento delante de mí que da al pasillo continúa enviando mensajes con su móvil. Una azafata mayor, típicamente americana, morena y con un moño en el pelo, le ordena apagarlo desde el otro pasillo; el alemán no le hace caso y ella, apurada, se acerca y muy seria le dice que lo apague; él ahora sí obedece. No logro entender como, con los avances tecnológicos actuales, todavía no se puedan tener encendidos los móviles y otros aparatos electrónicos en las maniobras de despegue y aterrizaje de los aviones.
Siempre que vuelo en estos aviones tan grandes pienso que potencia tendrán sus motores para poder levantar tanto peso a tanta velocidad.
Despegamos. Poco después se apagan las luces de los cinturones de seguridad y en pocos minutos aparecen dos azafatas por cada pasillo ofreciendo bebidas y una bolsita con snacks. Son las cinco y media de la tarde. Esto indica que a continuación nos darán de cenar. La cena es más o menos lo mismo de todas las compañías. Recuerdo hace años, cuando compañías americanas como Delta Airlines, ofrecían una carta impresa para elegir el menú. Hoy ya no lo hacen, probablemente para ahorrar gastos. Vienen con la comida y la azafata pregunta si voy a tomar chicken o pasta. Pido pasta y acierto. Mi boca, aunque sabe apreciar lo bueno, puede comer de todo, sin remilgos. Conozco gente incapaz de tomar la comida que sirven en los aviones.
Un niño pequeño, que viaja con sus padres en los asientos de delante, no ha parado de llorar desde que ha subido al avión. Acabamos de cenar. Sirven un café que no se parece en nada al de Starbucks que había tomado en el aeropuerto de Londres. Me pongo a leer el libro y me quedo dormido, cuando todavía no llevamos dos horas de vuelo.
Duermo y leo de forma intermitente. El avión se mueve tranquilo. Las azafatas nos sirven bebidas varias veces y una merienda o desayuno, no supe bien que era, ya que por el cambio horario entre Londres y Los Ángeles las once horas de vuelo fueron con la luz de día. El avión aterriza en Los Ángeles después del mediodía.
Como siempre, en la primera parada en Estados Unidos tengo que recoger la maleta facturada hasta el lugar final de destino para pasar ella y yo un nuevo control de seguridad. El control de seguridad personal no se parece en nada al que hacen en nuestro país con los extranjeros. Ya no se parecía antes, pero menos aún desde los atentados de las Torres Gemelas de 2001. Al llegar a la ventanilla un policía joven de origen sudamericano me pide el pasaporte y me pregunta de nuevo cual es el motivo del viaje a Honolulu, porque Hawai es un estado americano desde 1959. Me ordena poner los cuatro dedos de cada mano, luego los pulgares, sobre una pequeña pantalla iluminada, luego mirar fijo a una cámara pequeña, de forma ocular; escribe en el impreso que he tenido que rellenar previamente, contestando a una serie de preguntas relacionadas con mis antecedentes personales, la cantidad de dinero con la que viajo, si llevo productos prohibidos, etcétera, con un si o no únicamente. La mentira está mucho más castigada en este país que en el nuestro. Aquí, mentir no está tan arraigado como en España. Luego pone un cuño en el pasaporte con la fecha de entrada a Los Ángeles, en el que figura ADMITED LAW. Creo que en América los médicos están más reconocidos que en España. Cuando a este policía le digo que viajo para asistir a una conferencia o congreso médico, como en otras muchas ocasiones, me da la impresión, como en otros viajes anteriores, que a partir de ese momento las preguntas y comentarios son realizados de una forma más agradable. Muchas personas critican esta excesiva inquisición en las ventanillas de la aduana para extranjeros. Yo siempre lo he comprendido: antes, porque la entrada de trabajadores ilegales en Estados Unidos, aún con controles, era excesiva, y ahora, después de lo de septiembre de 2011, para evitar que se cuelen terroristas.
Ya estoy en la terminal de salidas del aeropuerto de Los Ángeles del vuelo que me llevará a mi destino final, Honolulu. Todavía dispongo de dos horas y entro al bar Chili´s Too para tomar una cerveza y unos tacos. Me extraña, como a los demás clientes, que pidan la tarjeta de identificación a todo el mundo para ver la edad antes de servir bebidas alcohólicas. Allí está prohibido servírselas a los menores de 21 años y lo llevan a rajatabla. Algunos de los clientes tienen más de 70, incluso 80 años, y su respuesta al solicitársela es reír a carcajadas y hacer comentarios jocosos entre ellos, aún sin conocerse de nada previamente. La falta de sentido del ridículo, el carácter agradable y la sonrisa fácil, son algunas de las muchas diferencias de los americanos con nosotros, a su favor, y que tanto admiro. Se acerca el camarero y antes de que le indique lo que deseo tomar me ruega que le enseñe mi tarjeta de identidad, para ver si tengo los 21 años. En Chili´s Too tomo los tacos más ricos que he comido en mi vida, con un vaso grande de cerveza de grifo Stella Artois. Al terminar me acerco a Starbucks para tomar un caffè latte. El avión despega sin retraso para Honolulu.

«El cabalgar, el viajar y el mudar de lugar recrean el ánimo» (Séneca)

Las seis horas de vuelo desde Los Ángeles a Honolulu transcurren con rapidez porque me las paso durmiendo. Todas las ventanillas están bajadas para que no entre la claridad porque la mayor parte de los pasajeros también han decidido dormir. Cuando me despierto, porque mis vecinos de los asientos del medio o ventanilla me piden amablemente que les deje pasar para ir al baño, vuelvo a encender la lucecita personal y leo o trabajo con mi portátil. Algunos pasajeros que están despiertos ven la película que proyectan en el avión, otros ven la de su portátil y los menos leen o trabajan con su ordenador. Durante el vuelo solo nos sirven gratis bebidas no alcohólicas.
El avión aterriza en Honolulu a las 21:10 horas de la noche del sábado 22 de octubre. El aeropuerto de Honolulu es diferente. Por el clima tropical, a esa hora de la noche, la temperatura es de 27 grados. Los pasillos que conducen a la zona de recogida de equipaje están abiertos al exterior y muchos viajeros hacen fotos de la fachada de este gran aeropuerto internacional. Después de recoger mi maleta, antes de salir, un policía vuelve a pedirme el pasaporte.
Y empiezo a sorprenderme. La mayor parte de las personas que veo llevan camisas o camisetas hawaianas. El taxi me lleva al Hotel Hilton Hawaiian Village, en Waikiki, nombre que significa chorros de agua, el barrio turístico donde se concentra el 90 por ciento de los hoteles de Honolulu. La playa principal de Waikiki, con cocoteros, de arena blanca y aguas cristalinas, es una de las preferidas de los surfistas, ya que las olas pueden alcanzar los nueve metros. Siguen las sorpresas. El hotel es una fortaleza turística, con múltiples torres y unas 3000 camas, el mayor de Honolulu. La recepción es exterior, solo con una cubierta para proteger a las recepcionistas y los huéspedes de la lluvia. Las recepcionistas llevan cintas en la cabeza y collares hawaianos. Me hospedo en Diamond Head Tower, una de las seis torres del hotel. Ya es de noche cuando entro en la habitación. Me encantan las habitaciones de los hoteles americanos, son muy prácticas, tienen todo lo indispensable y nada superfluo. A los hoteles de las zonas turísticas la gente va a dormir, el resto del día se lo pasa fuera de la habitación.
Antes de acostarme bajo a conocer el Hilton Resort. Además de dos grandes piscinas, enfrente del hotel está la playa Kahanamoku, protegida por un  rompeolas en un extremo y por un muelle en el otro, con un arrecife de coral entre los dos. Es una zona de baño tranquila, de pendiente suave y la parte inferior un poco rocosa.
A las siete horas de la mañana siguiente tomo un autobús conducido por una nativa de Hawai que me lleva, junto a otros congresistas hospedados en el Hilton, al Centro de Convenciones donde se celebra la Reunión Anual del Colegio Americano de Tórax. La mayor parte de los congresistas visten de sport y muchos llevan camisas hawaianas y bermudas. De domingo a miércoles me paso casi todo el día en el Congreso, oyendo charlas sobre los últimos avances en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades neumológicas. La mayor parte de los asistentes son americanos pero hay muchos asiáticos, japoneses, chinos y sudamericanos. Este año hay mayor participación de los neumólogos chinos que otros años. También en el programa científico se nota la pujanza de China.
Al llegar al hotel por las tardes descanso, leyendo, en una de las dos piscinas del hotel o en la playa Kahanamoku, que está contigua a la piscina más grande. La temperatura del agua de la playa es mejor que la de las playas de nuestras Islas Canarias. Algunos días llueve, nunca más de unos pocos minutos, y el agua que cae del cielo, caliente como la del mar, viene muy bien para refrescarse.
El miércoles, al terminar el congreso, con una guía de la isla de Ohau que compré en España por Internet, programo las actividades de ocio hasta el día de salida, el domingo 30 de octubre, de madrugada.
El archipiélago polinesio de Hawai, conocido como las Islas Sándwich, es de origen volcánico y está situado en el Océano Pacífico. Se compone de ocho islas principales. Honolulu, la capital, pertenece a Oahu, y Hawaii, conocida como Big Island, es la isla más grande de las ocho.
El jueves por la mañana alquilo un coche pequeño con GPS al lado del hotel. El tráfico en Honolulu es muy intenso pero consigo salir rumbo al este para visitar en primer lugar Hanauma Bay, que es una bahía y reserva natural donde la mayor parte de la gente acude allí para pasar el día y hacer snorkel. La bahía de Hanauma es un cráter volcánico extinto situada al sudoeste, a pocos kilómetros de Waikiki. El cráter es una de las atracciones de Oahu. Gracias a su apertura hacia el mar abundan las especies de peces de colores preciosos y es un sitio popular para el buceo, para practicar el snorkel. Aquí se rodaron algunas escenas de la película de Elvis Presley, Blue Hawaii. Aparco en lo alto. Para poder acceder a la bahía tengo que pagar 7,50 dólares y ver una proyección de un vídeo que instruye a los visitantes sobre como respetar la riqueza natural del lugar.
Bajo caminando por una pendiente para llegar a la playa. También se puede hacer en un pequeño autobús abierto y destartalado, pero hay que pagar tres dólares más. La playa de arena blanca está llena de gente. Muchos bañistas han traído sombrillas, sillas y mochilas con comida. Las recomendaciones de las guías que he adquirido es que si uno viaja a Hawai debe llevar cremas solares por el riesgo elevado de quemaduras al tomar el sol. Cinco mujeres jóvenes, rellenitas, se colocan cerca de mí. Abren sus sombrillas y sillas, enseguida sacan unos enormes bocadillos y coca-colas, y comienzan a comer. Sé desde hace mucho tiempo que engordar tampoco sucede por casualidad.
Como se trata de una reserva natural, abajo no hay chiringuitos que sirvan comidas o bebidas. Las aguas son cristalinas y muchos bañistas practican snorkel. Solo con meterme unos pocos metros en el agua ya puedo ver múltiples variedades de peces multicoloreados. La temperatura del agua es la ideal; se está mejor en el agua que en la arena. Me quedo allí dos o tres horas deliciosas y subo por la empinada cuesta hasta el aseado bar que hay arriba, cuya cubierta es la propia roca de la montaña. Tomo un riquísimo perrito y patatas fritas. Creo que al salir no es necesario pagar el aparcamiento, y me extraña.
Me encuentro fenomenal en mi Chevrolet de color beis. Cojo la autopista, con múltiples curvas y con velocidad máxima, limitada según los tramos, entre 30 y 50 millas. Compruebo que todos los conductores cumplen la limitación de velocidad. Espero llegar pronto a la famosa playa donde se rodó la célebre escena, con Deborah Kerr y Burt Lancaster, de la película De aquí a la eternidad.

«Viajar enseña tolerancia» (Benjamin Disraeli)

    Hace media hora que he dejado Hanauma Bay. La carretera es sinuosa y con muchas curvas. En una pequeña recta, bajando, anuncian Halona Blowhole & Cove. Aquí, el agua surge a través de un túnel sumergido en la roca y sale a chorros a través de un boquete en el saliente de la misma. La salida está precedida por un ruido, creado por el aire expulsado por el torrente de agua. Esta acción depende la las condiciones del agua, algunas veces es apenas discernible, mientras otras es sensacional. Se debe pasar por alto la tentación, ignorando los signos de alarma, de caminar hacia abajo hasta el respiradero, como lo han hecho algunas personas que fueron fatalmente barridas de la ladera por las olas gigantes. Abajo a la derecha está Halona Cove, la playa donde se filmó la vaporosa escena de amor entre Deborah Kerr y Burt Lancaster en la película De aquí a la eternidad, y por eso también llamada Etenity Beach. No hay vigilante, y cuando hay olas altas la playa recibe el apodo de Pounders (Cañones). En esta playa recomiendan que nunca se dé la espalda al mar. Algunas personas bajan por un terreno escarpado hasta la playa para hacer mejores fotos. Hay algunos bañistas y arriba muchos turistas haciendo fotos de la playa y del suelo donde en un mapa de la isla se señala el lugar donde estamos, y una estrella de cuatro puntas indica los puntos cardinales. De un autobús descienden muchos japoneses o chinos que no paran de hacer fotos a la afamada playa.
Sigo conduciendo lentamente por la autopista y me maravillo con los paisajes a derecha e izquierda de la carretera. A la derecha el mar y las playas y a la izquierda empiezo a ver las famosas montañas volcánicas con hendiduras triangulares verticales y mucha vegetación.
Muy cerca, siguiendo por la costa este hacia el norte, está Kualoa Ranch. Compro un ticket para ver en autobús donde se rodaron escenas de producciones como Lost, Parque Jurásico o Pearl Harbor. Por las vistas maravillosas, el viaje ha merecido la pena. En el suelo veo y hago fotos de las huellas de los dinosaurios de Parque Jurásico.
A la vuelta para Honolulu, muy cerca de Kualoa Ranch, me detengo en una granja tropical donde como gratuitamente nueces de macadamia, originales de Australia, extrayéndolas de su caparazón con un pequeño mazo de madera, y las compro después.
Antes de irme al hotel visito la selva tropical de Manoa Walley, el cinturón verde de Honolulu. Aparco el coche en un parking privado, al aire libre, no en muy buenas condiciones y rodeado de una arboleda impresionante, donde se oyen cantos de gallos. La visita se puede hacer guiada por 10 dólares, pero decido ahorrármelos e ir solo por esta arboleda de enormes especies naturales preciosas, agrupadas en estado seminatural, de 200 acres (un acre es el área de un cuadrado de 63,6149 metros de lado), que fue fundada en 1918 y gestionada por la Universidad de Hawai. Después de recorrer 200 metros andando por una carretera en regulares condiciones, tengo que hacerlo a través de un camino descuidado, con gran humedad del suelo, entre la arboleda, a través de piedras enormes que me recordaban la subida al Monte Pindo, pero con barrotes circulares de madera horizontales, resbaladizos, por el barro mojado que acumulan. El trayecto hacia arriba es impresionante por los asombrosos y variados grupos de árboles tropicales, y termina en unas lindas cataratas totalmente verticales de unos 35 metros, por donde cae el agua cristalina en una pequeña piscina, en la que no es aconsejable bañarse por posible caída de rocas y leptospirosis. Con mucho cuidado, después de hacer muchísimas fotos, regreso al aparcamiento y conduzco mi Chevrolet de alquiler hasta el Rainbow Drive-In, un restaurante cutre en Kanaina Avenue, donde Obama come alguna vez cuando visita Honolulu y donde se puede pedir el menú sin bajarse del coche, aunque yo ceno sentado loco moco, un plato típico de la cocina de Hawai, arroz blanco cubierto con una hamburguesa, un huevo frito, y salsa marrón tipo gravy.
El viernes 28 de octubre me levanto temprano, tomo fruta y un café en el Starbucks del hotel y cojo el coche para conducir, esta vez por el oeste, en dirección norte. Llego a Pearl Harbor, donde los japoneses llevaron a cabo aquel ataque relámpago por sorpresa el 7 de diciembre de 1941, pero decido no entrar para hacer una visita guiada de una hora y cuarto, que incluye una película de 22 minutos de duración. Pearl Harbor es visitada por 4500 turistas al día en verano, y por la tarde es necesario hacer colas de hasta dos horas para realizar la visita guiada.
Sigo hacia el norte y me detengo para ver unas playas preciosas, Waimea Bay y Banzai Pipeline. En esta última, de olas enormes, hay muchos surfistas practicando, alguno con entrenador en la arena, corrigiendo sus errores. Continúo hasta Kawela (Turtle) Bay, la playa de las tortugas, a la que se accede después de pasar un campo de golf y un hotel con unas vistas perfectas. Hago snorkel con unas gafas que he alquilado en el hotel y me maravillo al ver una gran cantidad de tortugas de diferentes tamaños. Un camarero del hotel situado en la misma playa me dice que la mejor hora para verlas en gran número es por la mañana temprano. Al marchar, veo hombres y mujeres alineados en los márgenes de la carretera protestando contra este centro turístico que les ha quitado las tierras para cultivo.
Ya es hora de comer. Me detengo en Giovanni´s, un viejo camión cubierto con graffiti, situado al lado de la carretera. Dentro, tres hombres y una mujer cocinan y sirven unas riquísimas gambas. El trato al cliente es encantador. Me recuerda la famosa pescadería Pike Place Fish, de Seattle, en la que se basó Fish, el libro de management tan exitoso. Me tomo unas gambas con salsa muy picante, riquísimas, y un perrito. Mientras como sentado en una gran mesa con otros comensales desconocidos cuento treinta nuevos clientes en menos de media hora, que esperan de pie mientras llega su turno para que le entreguen en mano el menú ordenado previamente. Al lado hay otro pequeño viejo coche en el que sirven batidos y helados, y hay también puestos de venta de figuras de madera típicas de Hawai, collares, pulseras y vestidos hawaianos. Al terminar me lavo las manos en un lavabo, al lado del comedor cubierto, que debe verse, lo mismo que el baño, un poco más alejado, porque son indescriptibles.
El famoso Giovanni´s, destacado en la guía turística, ha merecido la pena. Sigo conduciendo y hay muchos otros camiones destartalados a los lados de la carretera, donde también sirven comidas, pero sin clientes. Paro el coche en el área de recreo de Malaekahana State, con una playa paradisíaca y árboles bañados por el agua, como las que se ven en las postales de Hawai y del Caribe. Allí hay gente descansando y una guapa hawaiana hace footing. Una pareja regresa desde la isla Goat cruzando el mar a pie porque la marea está baja.
El sábado 29, último día, lo aprovecho para ir de tiendas por Waikiki y cenar en Hard Rock Cafe. En Waikiki hago muchas fotos de la estatua del surfero Duke Kahanamoku, quien hizo su casa en Waikiki y dio demostraciones de surf por todo el mundo, desde Sidney a Nueva York. Antes de ir a cenar tomo un mai tai, el cóctel típico de allí, en el precioso hotel Moana Surfrider, construido en 1901 y cuyos huéspedes anteriormente eran aristócratas, príncipes y estrellas del cine de Hollywood.
Salgo a las 7 horas de la mañana de Honolulu. En el aeropuerto de Los Ángeles tomo una de las hamburguesas más ricas que he comido nunca, otra vez en el bar Chili´s Too. En el control de entrada de pasajeros del aeropuerto de Madrid, dos policías en la ventanilla comentan el partido de fútbol del día anterior y casi no miran los pasaportes.
El presidente Obama creció en Makiki Heigts, en Honolulu, y ha dicho  que Hawai es el espíritu de la tolerancia. En 1999 escribió, “cuando finaliza un duro día de encuentros y negociaciones dejo que mi mente regrese a Manoa Falls”. Michelle, su mujer, cuando le preguntaron quien es Barack Obama, respondió: “No puedes entender realmente a Barack hasta que entiendes Hawai”.

2017-01-23T11:09:50+00:00 01 / 01 / 2017|Viajes|