– A menudo los profesionales se ven envueltos en emergencias sin medios técnicos
– No siempre es fácil saber qué hacer ni cómo solucionar la situación
– Varios especialistas cuentan sus experiencias en diferentes situaciones
La escena se repite en el cine de forma recurrente. Y, si no, recuerden al doctor Zhivago atendiendo a un transeúnte en plena calle, al especialista que, en ‘El Apartamento’,
corre ante la urgencia de Jack Lemmon o al hilarante Leslie Nilsen haciendo de las suyas en ‘Aterriza como puedas’.
El médico que se ve inmerso en una situación de emergencia y no tiene más que sus manos para intervenir es una secuencia de lo más cinematográfica que, casi siempre, tiene un final feliz. Como mandan los cánones, en la gran pantalla los galenos no suelen dudar, simplemente saben lo que hay que hacer.
Pero, ¿qué pasa cuando los 35 milímetros dan paso a la realidad? Pues que, a veces, quien responde a la petición de socorro es un experto en Psiquiatría que solo guarda un vago recuerdo universitario de lo que había que hacer ante un parto como el que se le presenta. Y que, aunque intente disimularlo, también puede sentir miedo e indefensión.
«Oír eso de ‘¿hay algún médico en la sala?’ impone mucho. Lo primero que uno desea es que haya un compañero más experimentado cerca. Porque aunque las ganas de ayudar siempre están ahí, también lo está la responsabilidad, el saber que no dispones de medios y que todo el mundo confía en que puedas solucionar la situación», comenta Carlos Tejero, neurólogo del Hospital Clínico de Zaragoza y vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN), que ha tenido que atender varias emergencias fuera del hospital a lo largo de su carrera.
En algunos casos -como cuando supo distinguir los síntomas de un ictus donde todos creían ver un simple desvanecimiento-, su formación específica le ayudó a llevar a buen puerto la situación. Pero, en otros, añade, las circunstancias sí le han hecho sentir una sensación tremenda de desamparo.
Este especialista recuerda especialmente un viaje en tren de Zaragoza a Barcelona en el que, por megafonía, solicitaron la ayuda de un médico. «Cuando llegué me encontré con un posible problema grave de corazón y otros especialistas que también se había presentado. Ninguno éramos cardiólogo. No había ningún medio en el tren. Algunos pensábamos que era un infarto y otros creían que no. Debatimos si era preferible que el paciente intentara llegar a Barcelona o que se bajara cuanto antes», indica.
Responsabilidad
Aunque «la primera tentación puede ser huir», todos los especialistas consultados por EL MUNDO coinciden en señalar que en este tipo de situaciones la responsabilidad y las ganas de ayudar siempre son más poderosas que cualquier temor.
Lo sabe bien Francisco Fonseca, médico de familia que hoy ejerce en Palma del Río (Córdoba) y que ha tenido que atender dos partos de urgencia a lo largo de su carrera.
«La verdad es que impone mucho. Ves que tienes que enfrentarte a un parto sin ningún medio, sin saber lo que te vas a encontrar y con muy poca experiencia», señala.
La primera vez que le ocurrió, estaba de guardia en el centro de salud cuando llegó el aviso de un parto inminente. «En un momento pasé de estar sentado en la consulta a ir corriendo a un domicilio, con la adrenalina por las nubes y repasando mentalmente lo básico», recuerda.
Afortunadamente, al llegar sólo tuvo que actuar «como un mero espectador» ya que el parto estaba muy avanzado y no hubo complicaciones: «simplemente ayudé a la madre a tener a su hija en el sofá de su casa».
La segunda ocasión fue similar. «En realidad, sólo me aseguré de que el proceso fisiológico siguiera su curso. Casi lo más importante fue infundir tranquilidad a los padres, que estaban muy nerviosos», rememora.
Esa calma y confianza resultan clave en estos casos de emergencia, coinciden los especialistas, ya que ayudan al enfermo a enfrentarse mejor a la situación y contribuyen a reducir el caos y la precipitación que muchas veces acompañan a los accidentes. Aunque el médico no pueda solucionar la situación en el momento, subrayan, siempre podrá pedir ayuda de la forma más efectiva y, sobre todo, evitar que otros realicen maniobras incorrectas que puedan empeorar el caso.
Beatriz Fuertes, cardióloga del Hospital Universitario Quirón de Madrid, lo comprobó hace algunos años, cuando tuvo que atender a la hija de unos amigos que sufrió una grave caída en el parque.
«La altura era considerable y me fijé en que le sangraba el oído. Enseguida me acordé de las lecciones de Traumatología que había estudiado durante la carrera y pensé que era un síntoma claro de fractura en la base del cráneo y que tenía que conseguir que la niña no se moviera hasta que llegara la ayuda «, señala.
La tarea no fue sencilla. Estaban en una zona rural de Castilla y León, lejos del hospital. La niña, llena de arena y nerviosa, no dejaba de llorar y sus padres querían cogerla en brazos, algo a lo que Fuertes tuvo que oponerse con firmeza, mientras intentaba inmovilizar el cuello con sus propias manos. «El tiempo que tardó en llegar la asistencia se me hizo interminable», rememora.
La pequeña fue trasladada en helicóptero al centro hospitalario más cercano donde, efectivamente, confirmaron que la base del cráneo se había fracturado y que la inmovilización había evitado un final trágico.
Distinta mirada – Gabriel Jiménez está acostumbrado a las emergencias. En los más de 15 años que lleva trabajando en el 061 de Córdoba ha visto casi de todo: partos, accidentes de tráfico, agresiones, infartos… Sin embargo, cuando se baja de la ambulancia y deja el botiquín, toda su perspectiva cambia.
«Afortunadamente no he tenido que atender muchas urgencias fuera de servicio, pero tengo claro que cuando uno está del otro lado, la sensación es muy distinta a cuando está trabajando», comenta.
Esto es especialmente palpable en los tiempos de espera, subraya. «Está comprobado que la media de llegada de un servicio de emergencia es de entre siete y ocho minutos, pero a mí me parecieron horas cuando tuve que atender a un hombre que se desplomó frente a nosotros en mitad de un bar», señala.
Sin otra ayuda que sus manos para mantener con vida el corazón que se había parado, Jiménez tuvo que hacer un gran esfuerzo hasta que llegaron sus compañeros y pudieron reanimar por completo al paciente, que recuperó el pulso.
En su caso, la historia acabó en final feliz. Pero no siempre es así, tal y como recuerda el neurólogo Carlos Tejero, que hace años sudó más que nunca intentando reanimar a un hombre que había sufrido una parada cardiorrespiratoria en el gimnasio.
«Me turné con un compañero que también estaba en en centro y, aunque lo intentamos por todos los medios, no lo conseguimos. Cuando llegó la ambulancia ya no había nada que hacer», lamenta.
Una urgencia en el Vaticano – En el año 85, Pedro Villarroel, hoy jefe de Urgencias del Hospital Clínico San Carlos, se tomó unos días de descanso para visitar Italia. Pretendía disfrutar del país y aparcar por un tiempo el estrés habitual, pero no pudo, porque las emergencias también le esperaban en Roma. Nada más poner un pie en el Vaticano, tuvo que ponerse a ‘trabajar’ al ver que un turista como él sufría un infarto en plena basílica de San Pedro. «Estábamos cerca de La Piedad de Miguel Ángel y tuve que tumbarle en un banco hasta que llegó la ambulancia», recuerda Villarroel, que tuvo que hacerse entender con la seguridad de la iglesia. «Pese a todo, la realidad es que no se montó demasiado revuelo y que la ayuda llegó enseguida. Me dio la sensación de que había un protocolo de actuación y todo estaba relativamente bien previsto», recuerda el especialista, que acompañó al paciente al hospital hasta que la situación estuvo controlada. El enfermo, de nacionalidad argentina, tuvo que quedarse ingresado durante 10 días en Roma, pero cuando volvió a su país se encargó de ponerse en contacto con Villarroel para agradecerle su ayuda.
CRISTINA G. LUCIO ww.elmundo.es