JOAQUÍN LAMELA LÓPEZ. Médico Neumólogo
“Los cinco mejores médicos son los doctores sol, agua, aire, ejercicio y dieta. Siempre te esperan propicios, aunque no los busques, alegran tu espíritu, curan tus males y no te cobran un céntimo” (O. S. Hoffman).
Hoy analizaré otra falsa creencia relacionada con los médicos.
Los médicos son todos iguales. No, no lo son, como tampoco lo son los fontaneros o ingenieros. Los médicos, lo mismo que otros profesionales, somos distintos en inteligencia, conocimiento, experiencia, dedicación, prudencia, honradez, etc.
En un hospital, en un centro de salud, en las consultas médicas, sucede lo mismo que en un equipo de fútbol, incluso en un buen equipo de fútbol. Los jugadores son todos diferentes. Aunque todos ellos pueden tener un mal día, unos juegan mejor que otros. Decía James Watson, uno de los dos descubridores de la doble hélice del ADN, que la gente se siente incómoda cuando le explicas que hay sujetos que tienen mejores cerebros que otros y sin embargo admiten sin dificultad que hay mejores jugadores de fútbol que otros. Entre los médicos sucede lo mismo. Sin embargo, los mejores doctores admiten y admiran la superioridad de otros compañeros.
Dice un buen médico amigo, “lo mejor es estar sano y no visitar al médico, y si enfermas, lo mejor es poder elegir un buen médico”. Escribía en Diario Médico, en el año 2005, el doctor Manuel De Artaza, exjefe de Cardiología de la Clínica Puerta de Hierro de Madrid: “Cuando se plantea la elección de un médico suele haber incertidumbre y hasta perplejidad, porque equivocarse puede traer daños al enfermo y sentimiento de culpa a los familiares. Además, la selección no es fácil porque entre los facultativos, como en cualquier otra dedicación, existen muy notables diferencias de calidad… El buen médico es un producto de larga elaboración”. Mucho antes ya sentenciaba Guy de Chauliac, un famoso cirujano francés del siglo XIV: “Es menester en cualquier médico, primero hacer ciencia, después uso y experiencia”. Y nos decía el profesor Domínguez Carmona, en la última clase de Higiene del último curso de Medicina, allá por junio de 1973 en Santiago de Compostela, a los que finalizábamos la carrera aquel año: “La mayor parte de ustedes terminarán la carrera ahora. La mitad más o menos tiene un coeficiente intelectual del cincuenta por ciento o menor, y han conseguido acabar la carrera con recomendaciones o dedicándole muchas horas al estudio. Permítanme un consejo, sean muy prudentes”. Ana Villegas, hematólogo del Hospital Clínico de Madrid, dice que para ser buen médico hay que ser buena persona.
Uno de los mejores médicos que he conocido ha sido el de mi parroquia, ya fallecido hace muchos años. Al finalizar mi carrera trabajé con él unas semanas; ya pasaba de los sesenta, y todos los días se levantaba muy temprano para estudiar. Era famoso en el Hospital de Santiago por los diagnósticos tan acertados que hacía, solo palpando y percutiendo con sus manos y auscultando con el fonendoscopio. Un día nos llamaron para visitar a un joven con dolor de cabeza y fiebre. Caminamos despacio un buen rato y llegamos al domicilio del paciente. Don Juan interrogó a la familia, después cerró la contraventana de la habitación, encendió una cerilla para examinar las pupilas del paciente –no llevaba linterna en su maletín-, movilizó su cuello con cuidado y comprobó que tenía rigidez de nuca. Preguntó a los familiares si había tenido escalofríos y le dijeron que sí. Auscultó sus pulmones, le dijo a los padres que padecía neumonía y lo envió al hospital, donde mediante una radiografía de tórax se corroboró el diagnóstico. Cuando estaba lavando las manos en la cocina me recordó que en las meningitis no suele haber escalofríos, que la rigidez de nuca era debida al “meningismo” que puede haber en las neumonías y que tenía crepitantes finos en un pulmón, que describió como el ruido que hacen los pelos de la cabeza al rozarlos con los dedos. Y después me dijo: “he visto como te separabas de la cama cuando lo estaba explorando y en esta profesión no se puede tener miedo a contagiarse; he atendido a pacientes en una epidemia de cólera, y los médicos, si es necesario, debemos arriesgar la vida para atender a los pacientes que lo necesitan”. Caminaba con una “pierna de palo”. Había caído del caballo y se había fracturado el fémur cuando iba atender a una señora de parto, en una aldea lejana, un día después de su boda.
Los médicos somos iguales a las demás personas. George Bernard Shaw hizo una dura crítica a los médicos ingleses en 1911, en el libro The Doctor´s Dilemma: “Hay otra dificultad para confiar en el honor y conciencia de un médico. Los médicos son iguales a los otros hombres; la mayor parte de ellos no tienen honor ni conciencia: lo que ellos generalmente confunden con el honor y conciencia es el sentimentalismo y un intenso miedo para hacer algo que los demás médicos no hacen, u omitir hacer algo que todos los demás médicos hacen”. Aunque no creo que este genial escritor pudiese sostener hoy que la mayor parte de los médicos ingleses no tienen honor ni conciencia, debía conocerlos bien, por lo que decía, “son iguales a los otros hombres” –en aquel tiempo no habría mujeres médicos-, y lo que señalaba a continuación sobre su tranquilidad cuando hacen u omiten hacer lo mismo que todos los demás médicos. Por eso precisamente, los mejores médicos son distintos al resto en sabiduría, sentido común, profesionalidad, responsabilidad, honestidad y educación.
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